Tras las movilizaciones en Túnez y Egipto, que acabaron con los gobiernos de Ben Ali y Mubarak, las protestas se extendieron a otros países del Norte de África y Medio Oriente. El caso más significativo es, sin duda, el de Libia, por dos factores fundamentales. En primer lugar, por su rol como productor de petróleo (es el cuarto productor de África y el que tiene las mayores reservas del continente) que puso en alerta a las burguesías de todo el mundo por las consecuencias que el aumento del crudo pueda tener en la crisis económica. En segundo lugar, porque a diferencia de Túnez y Egipto, donde el ejército se mantuvo como garante de la estabilidad, preservándose y jugando un rol en la transición, en Libia las fuerzas armadas aparecen divididas, puesto que sectores enteros desertaron para unirse a la rebelión o se negaron a reprimir las protestas.
La chispa que encendió las protestas se extendió rápidamente. El 16/2, miles de personas se reunieron para exigir la libertad del abogado defensor de presos políticos Fethi Tarbel, hecho que culminó en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. El 17/2, inspirándose en Egipto, se convocó el “Día de la Ira” contra el opresivo régimen de Muammar Kadafi, en el poder desde 1969. A partir de ese momento, el gobierno reprimió duramente las movilizaciones, provocando cientos de muertos en las ciudades del este del país, donde se concentraron las protestas.
Bengazi y Al Bayda, la segunda y tercera ciudades en importancia después de la capital, Trípoli, están ubicadas en la empobrecida región oriental (ver recuadro), de larga tradición opositora al régimen de Kadafi. En Bengazi, a principios de enero ya había habido revueltas espontáneas en demanda de viviendas sociales.
El 18/2, en esta ciudad, donde vive un sexto de la población de Libia (nación habitada por un total de 6 millones de personas), los manifestantes ocuparon la radio estatal, desde donde comenzaron a transmitir para contrarrestar el silencio de los medios oficiales, y rápidamente tomaron el control de la ciudad con el apoyo de la policía local, que se unió rápidamente a la protesta.
El 19/2, el hospital de Bengazi ya informaba 200 muertes y casi 1.000 heridos, y se denunciaba la presencia de mercenarios que atacaban a los manifestantes desde autos sin patente. La gente comenzó a armarse como pudo para defenderse de los ataques del gobierno y los mercenarios. El mismo 19/2 marcharon en Trípoli por primera vez los opositores a Kadafi, ciudad donde hasta ese momento solo se habían movilizado sus seguidores.
El proceso insurreccional en el este y la división en las fuerzas armadas
El domingo 20/2, uno de los hijos de Kadafi, Seif al-Islam, anunció por cadena nacional que la respuesta del régimen sería aplastar las protestas “a sangre y fuego”, trató a los opositores de “terroristas” y, en un mensaje que parecía más bien destinado a los países imperialistas, dijo que el petróleo “quedaría en manos de criminales”. La brutalidad de la represión de los últimos días, que duplicó la cantidad de manifestantes asesinados llegando a los 600 (la información varía según la fuente), no hizo más que mostrar la decadencia y el desmembramiento del gobierno de Kadafi, que prometió dejar la “tierra arrasada” antes de irse. Esta respuesta brutal ha intentado, infructuosamente, frenar la dinámica del proceso revolucionario abierto en Libia a partir de que un proceso insurreccional en las dos principales ciudades del este del país logró dividir al Ejército que se pasó a la oposición, dejando a Bengazi y Al Bayda fuera del control del gobierno de Trípoli. En estas ciudades el tránsito es dirigido por voluntarios, en su mayoría jóvenes, la población se cuida y se defiende por su cuenta y se organizan comidas colectivas. Situaciones similares se vivieron en otras ciudades de oriente como Tobruk, que, según la agencia Reuters, “celebraba su liberación con ráfagas de metralleta y manifestaciones de júbilo en las calles, y mientras un grupo de manifestantes derribaron el monumento al dictador, otros rasgaban sus retratos” (El País, 23/2).
A las deserciones militares les siguieron las renuncias de varios embajadores (de Estados Unidos, India, China, Gran Bretaña, Indonesia y la Liga Árabe) además de altos funcionarios como los ministros de Justicia y del Interior, que pidieron el fin de la brutal represión.
El Ejército, que se encuentra históricamente cruzado por divisiones tribales, reaccionó frente al levantamiento popular y la orden de Kadafi de bombardear a los opositores plegándose a las movilizaciones (como en Bengazi) o negándose a reprimir (como los pilotos de la Fuerza Aérea que desviaron sus aviones hacia el aeropuerto de Malta, donde se encuentran refugiados), mientras que otro sector, leal a Kadafi, está llevando a cabo una verdadera masacre (algunos medios ya hablan de miles de muertos).
Estas divisiones se suman a las que ya venían desarrollándose al interior del régimen de Kadafi alrededor de una sucesión “dinástica”, atravesada por la pelea de dos de los hijos de Kadafi, Seif al-Islam y Motassem: el primero, aliado de Shokri Ghanem (presidente de la Corporación Nacional de Petróleo) e impulsor de reformas aperturistas, tanto económicas como políticas (aunque limitadas); el segundo, aliado a la vieja guardia del Ejército y al frente del Consejo Supremo de Asuntos Energéticos y partidario de mantener la línea de mano dura del régimen.
Perspectivas de la crisis del régimen
El rápido desarrollo de los acontecimientos parece haber dejado esta “pelea” por la sucesión a destiempo, en medio de la acelerada descomposición del régimen. Con este derrumbándose, las crisis y divisiones se han potenciado, abriendo un escenario donde parece cada vez más improbable cualquier salida “institucional”. Incluso no se puede descartar que, por la importante producción petrolera y por temor a la radicalización y expansión del proceso, los funcionarios salientes empiecen a pedir -algunos ya lo hicieron- sanciones diplomáticas y la intervención de la ONU y otros organismos internacionales. Obama y su secretaria de Estado, Hillary Clinton, dijeron que es necesario “parar el baño de sangre” y que “la paz” debe volver a Libia. En boca de los imperialistas esto no es más que la justificación preventiva para una posible intervención, que no representará ninguna salida para las y los trabajadores y el pueblo libio, sino que profundizará la sumisión y opresión del país. Nada progresivo vendrá de una intervención del imperialismo.
Ante tal escenario, empiezan a oírse rumores de golpe de sectores del Ejército que buscarían derrocar a Kadafi y formar un Consejo con figuras públicas y militares para dirigir el país. Sin embargo, el ejército de Libia, a diferencia del de Egipto, no cuenta con tanto prestigio y simpatía entre la población y muestra divisiones y enfrentamientos internos sobre bases tribales. Esto incidirá en las posibilidades de jugar un rol estabilizador y hace más complicada la búsqueda de una salida política.
En este marco, la posibilidad de que, ante el intento de Kadafi de resistir a sangre y fuego, los acontecimientos desemboquen en una insurrección obrera y popular está presente. Aun si Kadafi finalmente cae, un nuevo gobierno podría ser débil y sin autoridad, con lo que se prolongaría una situación muy inestable, y no sería de descartar una “balcanización” de las tres zonas tribales que le dieron sustento al estado unificado e, incluso, una guerra civil.
Entre tanto, y mientras los enfrentamientos en Libia continúan desarrollándose, parecen mostrar que la crisis económica internacional, con sus secuelas para las masas obreras y populares, ha comenzado a encontrar una respuesta virulenta en la “Primavera Árabe”, que ya contó con la caída de dos gobiernos y cuya extensión parece estar radicalizándose y haciéndose más poderosa.
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